Salvia

Para Akuetre

Por las mañanas el olor a pino y roble penetraba todo el lugar. Las paredes dejaban entrar la sensación del rocío, pequeñas arañas, hormigas o insectos que luego vagaban entre los baños, en las esquinas y a veces iban a parar a la cocina. En esas ocasiones no había más que quitar las partes dañadas, lavar los recipientes y volver a guardar.

Casi todas las mañanas era la misma rutina, él se levantaba, miraba al espejo y recortaba sus barbas (no le gustaba rasurarse por completo) antes de bañarse. No había agua caliente en las tuberías. Venían de un pozo desde más o menos siete kilómetros de distancia. Con la sangre acelerada después del baño, ponía a funcionar la cafetera en la estufa y mientras esperaba, tendía su cama y caminaba por el invernadero para saludar a las cosechas y las plantas antes de que el sol comenzará su quehacer. Sus saludos variaban dependiendo del humor en el que había amanecido y frecuentemente eso tenía que ver con los resultados de la noche anterior o el sueño de horas antes. Cantaba canciones de dulces tonos y palabras de anhelo y melancolía, canciones de amores perdidos o sólo saludos en las palabras que los hombres acostumbran pronunciar.

Sentado en el tronco de un árbol caído, miraba el amanecer por entre los árboles y las copas de los pinos que rodeaban su pequeña choza con su taza de café recién hecho. El contacto de sus pies desnudos contra la tierra húmeda le recordaba su existencia. Su mirada desafiaba los primeros rayos de sol y luego sucumbía al cambio de paisaje, a los árboles y la vida que se movía entre las hojas del piso y las plantas más cercanas.

Dejó la taza vacía en el piso y decidió acostarse en la tierra, junto al árbol de lima que había plantado hace más de tres décadas. Una nube gris viajaba suavemente junto con la brisa que alertaba a los animales a esconderse de un aguacero. Con una sonrisa en la cara, dejó que las minúsculas gotas de agua posaran sobre sus párpados. Toda la piel en su cuerpo tenía un brillo que parecía al mismo tiempo acrecentar su sentido del tacto. Las pequeñas piedras y ramas en su espalda y piernas, los insectos que en breve trepaban por sus cabellos, moviéndolos, el movimiento de los vellos de sus brazos con el aire, un saltamontes que cayó en su pecho y daba vueltas, como buscándolo. Su pecho se inflamó de vida, de alegría y tranquilidad, de placer.

Abrió los ojos y empezó a tararear, llenándose de vigor. Deseoso de actuar, aprovechó la nota más baja para saltar y dirigirse al árbol de limón más cercano. Le quitó unas hojas sin antes agradecérselas y mientras ponía unas en agua para hacer té, masticaba otras pocas.

En el silencio no había silencio. El tarareo y las frases a medias eran pronunciadas entre masticada y masticada, entre el canto de los pájaros y las urracas. Se escuchaba el viento, los árboles y el crujido natural de las ramas y los pequeños animales del bosque.

El sol no terminaba de calentar ese pedazo de tierra olvidado, esa cabaña que seguía plantada a pesar de los años. Había vida en los troncos que se acostaban para ser las paredes y los techos, para armar los muebles y utensilios del lugar. Él se ocupaba a diario de mantener esa vida, en sus robles que albergaban águilas, en sus fresnos y todos sus helechos. Los había sembrado en la cúspide de un valle alto donde ahora era su hogar.

El vivero era un resguardo armado de vidrios rotos, piedras y más troncos. Le había tomado algunos meses, casi un año completar la estructura principal. Ahora gozaba de lo que plantaba. Disfrutaba mucho cuidar cada planta y darle nombre, cubrir las necesidades de cada una. Todas habían sido pensadas. Había tomado semillas de distintos lugares y las había acomodado de tal manera que cada una obtuviera la cantidad necesaria de sol y aire.

Una de ellas crecía sin semilla sembrada, no planeada había crecido entre la Flor de mariposa y el jengibre. Él la notó cuando ya tenía avanzado el crecimiento. Creyó que sería algún helecho o el derivado de alguna mezcla con la Flor de Mariposa. La examinó y le pareció hermosa, nada como una hierba que nace entre flores hermosas para quitarles el alimento. Por el contrario, el jengibre había crecido altiva, de verde brillante, más de lo normal.

Tomó un cucurucho y decidió darle el mismo cuidado que a las demás. Le puso agua en las raíces como a las demás y rellenó la cubeta para seguir regando sus preciadas compañeras. En cuclillas revolvía el agua con los nutrientes que le había agregado y en sus ojos hubo un cambio de luz que le encogió las pupilas en segundos. Ya en su tamaño original, volteó buscando el origen de aquel destello. Caminó a la puerta del vivero y nada había cambiado. El sol estaba cerca del horizonte, pero el cielo aún no era anaranjado. Los árboles estaban por debajo del sol y no había electricidad ahí, por lo que pensó solamente había sido un juego de su mente. Tal vez, después de tantos años, su cuerpo empezaba a deteriorarse.

En su tranquilidad usual siguió alimentando a sus plantas, les habló de tierras lejanas, de otras personas que alguna vez apreció. Omitió las guerras y los corazones rotos, omitió los engaños y la desesperanza, omitió toda la mezquindad humana. Habló de las aventuras, de las hermosas construcciones, de las obras de arte y la música, de los niños y las mujeres. En su tono de voz asomaba la nostalgia de otra vida en tiempos diferentes. Cuando terminó con las palabras, empezó a cantar una vez más. En su mente, la música era tan viva como en cualquier reproductor electrónico.

Se había quedado más de lo normal en el vivero, pero no era nada raro. Ya había terminado todo lo que quería hacer en el día. El sol empezaba a esconderse tras la copa de los pinos más altos. Afuera, la luz menguaba. A media luz, él acariciaba las hojas de una de sus compañeras, les quitaba el exceso de tierra con un paño de algodón, el resto de una camiseta vieja.

Llegó a la planta nueva, ese híbrido que le parecía hermoso. Con el paño húmedo pasaba por entre sus hojas y el tallo. La tocaba y pensaba estar soñando cuando veía líneas de fluido dorado brillar. Parecía la circulación de salvia, la sangre de ella brillando, moviéndose desde las raíces hasta cada punta de las pequeñas hojas. Su asombro era el mismo de incredulidad. Estaba maravillado, y con curiosidad la tocó, sintiendo su pecho inflamado de un sentimiento parecido al de las mañanas cuando veía el amanecer o de las noches cuando observaba la luna y las estrellas. La dejó de tocar y el fluido dorado brillante dejó de verse. Prosiguió con las demás y al final, cuando quedaba ya poca luz, regresó a tocarla. El brillo iluminó el cuarto. Esta vez le encandilaba los ojos. Dejó de tocarla y una vez más volvió a tener el brillo verde usual que compartía con las demás.

 

 

En algún tiempo le gustaba entender todo y en otros tiempos hubiera investigado el motivo, el origen de aquel fenómeno, pero eso era en otros tiempos… En este, sus pies estaban anclados al piso y los motivos de estos sucesos corrían en su mente como alternativas a explicarlo. Todas terminaban sin aceptación. Al mismo tiempo, su emoción era la misma. Reconocía la maravilla frente a él. Maravilla, sin duda alguna.

Pensó en que era tiempo de preparar todo para la noche y salió del vivero. En su cuarto encontró un abrigo que se echó encima para revisar las ventanas, guardar la cubeta de agua que usaría para el baño, prender la lámpara de aceite y la chimenea.

En otras ocasiones se sentaba y observaba el fuego mientras pensaba. Mantenía la flama baja para poder ver el exterior, por lo menos las estrellas más brillantes y la luna cuando era posible. Esta noche nomás pensaba en la planta. Dormitaba y entre sueños sentía como si también la casa estuviera iluminada con la sangre de la planta. Soñó que le limpiaba sus hojas con un paño, pero al sostener sus hojas, se sentían como piel humana. El anhelo por tener ese estímulo a sus sentidos le provocó un escalofrío en toda su piel. Sentía el aliento de alguien más en su barbilla. Era reconfortante. Un aroma le trajo a mente los rostros de todas las mujeres hermosas que alguna vez había visto. Eran una multitud que habían desplazado a la planta que él limpiaba. Despertó. Quería seguir soñando. Durmió otra vez. Su cabello resbalaba por su cuello y las imágenes oníricas eran de una mano delicada acariciándolo. Un dedo resbalaba hasta la línea de su quijada y por sus labios. Delineaba sus cejas y corría por la nariz y los ojos, tocando la textura de un rostro expuesto al tiempo y la incertidumbre de la existencia. Ahora era una mano completa que con la palma y las yemas de los dedos tocaba todo su rostro y su cabello. A la mano le siguió un rostro que con sus labios sentía su cara y besaba sus párpados, sus mejillas, cejas, nariz, labios…

Despertó.

Volvió a ponerse el abrigo y fue al vivero.

Lo único que lo iluminaba era la lámpara de aceite con la que entró y dejó junto a la puerta. Veía a la planta, tocaba las ramas que habían crecido inusualmente en cuestión de horas. Su tallo era como el de un árbol con sólo unos meses de haber sido plantado. Todas sus hojas estaban bien definidas, más largas que redondas. Comenzó a remover la tierra cerca de la raíz y la salvia comenzó a brillar, iluminó todo el cuarto y la intensidad aumentaba conforme se acercaba a la raíz. Cuando finalmente la tocó, sus dedos, el índice, el pulgar y el del corazón se encajaron en sus propias coyunturas. La luz era tan brillante que cerró los ojos y se dejó envolver de luz. Extrañamente, nunca había sentido tanta paz. Su cuerpo se relajó tanto que se resbaló hasta el piso y se quedó dormido.

 

 

Despertó en su cama. El sol se ocultaba por la ventana y ya las arañas regresaban al inicio de su tejido, preparándose para la noche. Escuchó los crujidos usuales de la madera, el estirar y acomodarse de cada pieza de árbol que formaba parte de su hogar. Pensó que todo había sido un sueño muy largo e inusual, pero su pensamiento se pausó cuando quiso poner los pies en el piso y encontró una mujer con una manta encima. La miró fijamente repasando sus últimas acciones, tratando de recordar cómo llegó ella ahí. Se cuestionaba si era real. Quiso despertarla, pero prefirió nomás asegurarse de que respiraba para luego ir rápidamente al baño. En su reflejo vio que la barba era abundante, más larga de lo que recordaba había estado ¿la mañana anterior?

Estaba en la cocina y algo le parecía extraño. A primera vista las cosas parecían estar en orden, pero cuando quiso tomar agua, la jarra estaba en otro lugar. Notó también la sal y la cazuela en la que se comía en distinto lugar. Con visitas, suponía que era normal. Hacía muchos años que no veía personas, mucho menos una mujer, así que volvió al cuarto, a esperarla, observándola desde su cama.

Por algún motivo, sentía que su cuerpo necesitaba más reposo. Tenía dolor en sus músculos y dolor de cabeza. Se quedó dormido mientras le admiraba.

 

Despertó de nuevo. Ruidos normales. Recordó a la mujer y abrió los ojos. Ella estaba al lado, viéndolo.

En sus ojos podía ver su propio reflejo y con brillo dorado. Ella le acarició la cara y él sintió los millones de atardeceres y amaneceres, las estrellas y las lunas de toda su vida en sólo segundos. Las imágenes y las emociones más bellas de toda su existencia se conjuntaban en la caricia de ella, en su piel oscura con brillo dorado.

Él se reclinó y tocó su cara. Tuvo la misma sensación de paz que la del sueño de la planta cuando tocaba la raíz. Ella lo besó y él reconoció que no había sido un sueño.

Ella estaba ahí. Él la había deseado.

Ella había ansiado ese momento.

Sus dedos recorrían cada centímetro del otro, su rostro, piel, manos, cabello…

El tiempo se detuvo mientras ellos se reconocían.

En sus ojos asomaba una vida de amor junto a ella.

En sus ojos estaba una vida de felicidad junto a él.

En aquel lugar de naturaleza pura, encontrarían un lugar para la eternidad y la calidez de un amor nunca antes contado.

 

-Escrito el 30 de agosto de 2010

Olive garden
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