Mis abuelos I

(Recuerdos en cuartetos)

 

“No hay nada acerca de escribir. Todo lo que haces es sentarte frente a la máquina de escribir y sangrar.

– Ernest Hemingway

 

Mamá Alicia

 

Es curioso cómo la memoria funciona. Para mí, en gran parte los eventos de mi pasado son como las fotografías con tal vez un sello de emoción en cada una. Leer un libro ha disparado en mi mente el álbum de fotografías de mi abuela paterna. Puedo poner un cúmulo de escenas. Una de las más antiguas soy yo entrando a la cocina de su casa en una tarde de cualquier día en cualquier año. En medio de la cocina había una mesita pequeña donde ponía la masa para las empanaditas que tan seguido recuerdo que hacía. Del refrigerador verde, ancho y cuadrado sacaba la mermelada o jaleas para poner en el medio de las empanadas… y siempre había un frasco de cerezas en almíbar que me encantaba abrir y comerme por lo menos un par. Me gustaba comer hasta el palito de las cerezas. A unos dos metros de distancia del lado derecho del refrigerador estaba la puerta que salía a la cochera y a su lado estaba la tarja para lavar platos. Mientras se ocupaba de lavar las vasijas o charolas que usaba podía ver el carro mercedes gris setentero sobre el piso verde laguna. A veces el piso estaba cubierto de las pequeñas flores que desprendían de la jacaranda casi al frente de la casa. La estufa estaba perpendicular a la barra de la tarja, de medir y amasar. Ahí se sentaban las charolas de empanaditas recién salidas, esperando a que se enfriaran para ponerlas en los botes o bolsas que las llevarían a su destino último: los comensales: la familia.

Las pequeñas empanadas, del tamaño de mi mano de 6 años con azúcar pegada y dentro guayaba, cajeta o piña. Mis preferidas eran las de cajeta. Siguen siendo mis preferidas.

Ahora mi tía Checheca hace esas empanadas. Saben igual, pero no he visto a nadie hacerlas desde que Mamá Alicia dejó de hacerlas. Imagino a mi tía Checheca en la casita estilo gringo en el medio de Los Mochis moderna. Una casa a la que no le ha afectado el tiempo, excepto por el desgaste de las puertas mosquiteras y las jaulas ya oxidadas donde están todos los gallos y gallinas en la parte de atrás, en el piso de tierra donde un par de perros disfrutan de la sombra de los árboles de aguacate, naranjitas, naranjas, limones, mangos.

Me imagino a Mamá Alicia en la cocina con mi tía Cecilia (la mamá de mi tía Checheca) en aquella casa, tomando el café y platicando mientras esperan a los niños regresar de la escuela y a los señores llegar a comer. Las imagino platicando de sus vidas y de sus emociones, convirtiéndose en las mejores amigas que llegaron a ser.

La imagino un día llorando con ella porque se iba a Guadalajara. La imagino triste de dejar Los Mochis, viendo por la ventana del carro con los tres niños en el asiento trasero. El mayor de trece años, otro de once y el menor de nueve. Luego su vida dedicada a sus hijos hasta conseguir nuevas amigas o ir a visitar a su entrañable Eloisa en California, quien la recibía con chocolates y antojitos estadounidenses, siempre listas para ir a los casinos a jugar en las maquinitas, lista para que la suerte estuviera de su lado. Pero un día no lo estuvo. Su corazón decidió descansar por unos segundos, cediendo al flujo ya muy obstruido de una arteria. El dolor se extendió a papá Enrique, sus tres hijos y el resto de la familia más cercana. Con fortuna, la recuperación fue pronta y su vida siguió en curso casi igual que como era antes.

Mamá Alicia viajó mucho con su esposo, Papá Enrique. Recuerdo ver fotos de ellos dos posando en Alaska, Canadá, Estados Unidos, Alemania, Bélgica, Inglaterra, Rusia, India… Dice mi mamá que se acabó el dinero de mi abuelo en tantos viajes. Antes pensaba que no era bueno, pero a fin de cuentas, creo que tomaron las mejores decisiones. Ella recordó con mucho afecto cada uno de sus viajes a unas semanas de dejar este mundo. Lo sé porque yo estaba ahí. Recuerdo esa tarde como si la pudiera recrear ahora mismo. Sentadas en la sala veíamos los álbumes de fotos y yo le preguntaba por cada lugar. Le preguntaba siempre qué le había gustado más de cada país que visitó y ella contestaba con algunas de las características del lugar o de la gente. En particular, el hermoso jardín lleno de flores en Victoria, Canadá. Ahora que lo pienso, a ella le gustaban mucho las flores. El pequeño jardín en su casa siempre estaba bien arreglado y siempre, sin falta, veía el desfile de las Rosas por televisión cada día 1 de enero. Lo cierto es que dentro de su casa no había muchas flores… por lo menos no naturales. Tenía algunos arreglos de flores de tela distribuidos por la casa. Había en el baño de visitas, en la sala, sobre la televisión, en uno de los cuartos y detrás de los sillones donde veíamos televisión.

Luego se mudaron a un departamento porque decían que la casa les quedaba grande. A mí nunca se me hizo grande. A la fecha, uno de mis tíos todavía vive en esa casa que aunque muy cambiada, en mi memoria sigue estando como cuando corríamos por los pasillos y brincábamos en las camas.

El departamento para mí fue más triste. Pasaban encerrados ahí mucho tiempo. No había que salir a barrer las flores de la jacaranda, ni arreglar el jardín. Se sentaban a ver televisión la mayor parte del tiempo. Muchas veces me cansaba de tanto estar en ese cuarto. Creía que estaban compensando todos los años que no tuvieron televisión porque no las habían inventado. De cualquier forma, a mi edad entendía poco de las bromas de Kipy Casado por las noches y de Don Francisco los sábados. Las novelas me parecían exageradas y prefería ir a leer a mi cuarto… o dormir en el sillón junto a ellos. Pero ya para entonces yo tenía unos 13 o 14 años.

Mamá Alicia nació un 29 de Noviembre y murió un 12 de enero. Yo tenía 16 años cuando pasé una semana de vacaciones con ellos yo sola, una semana antes de que entrara al quirófano con vida y saliera sin ella. Esa semana regresé a Culiacán, donde no teníamos ni el año de estar viviendo mis papás, hermanos y yo. Esa semana mi papá y sus hermanos fueron a estar con ella en el hospital y mis hermanos y yo íbamos a la escuela.

Sentí cuando falleció al medio día, mientras estaba sentada en un mesabanco y sentí un golpe en el corazón. Vi el reloj y por la tarde supe que había ido a estar conmigo, a despedirse, pero yo no estaba lista para despedirme. No lo estuve cuando recibí la noticia, ni cuando hablé con mi abuelo porque quería ir a su velorio, tampoco cuando me colgó dos veces tratando de convencerlo de dejarme ir, ni cuando mi mamá me abrazó llorando y se despidió para ir a estar con mi papá.

Mientras todos estaban reunidos en Guadalajara despidiéndola, ella estaba conmigo por las noches, cuando no podía conciliar el sueño y sólo pensaba en ella, en papá Enrique y la gente que habría ido al velorio. Ella era la luz azul blanquecina que me cubría para poder descansar por las noches mientras me aferraba a la no realidad, deseando con toda mi alma estar en Guadalajara pero con la promesa a mi mamá de que cuidaría a mi hermanita hasta que regresaran ella y mi papá.

Al final de la semana me recosté en la cama con mi papá y le pregunté cómo había sido y me contestó que ella ahora estaba con Dios y con sus papás a quienes siempre quiso conocer. Fue entonces que me pude despedir de ella y lloré porque se fue y pensé que nunca iba a regresar.

Ahora, veinte años después, sé que en realidad nunca se fue. Sigue aquí, en mi experiencia de vida, en mi alma y en estas letras. Está también ahora en la manera como educo a mi hijo y quiero creer que viene a visitarme de donde esté y me abraza de vez en cuando, diciéndome que me amará siempre.

 

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