La oquedad

“Be the change you want to see in the world.” – Mahatma Gandhi

Las cosas que me destruyen están en las paredes. En todas las paredes de mi cuarto, la oficina donde trabajo, los cafés a donde voy a charlar con mis amigos. Están en las butacas de los cines donde me encaramo a ver una película de drama algún fin de semana o un día que quiera escaparme de lo que me construye.

Mis manos tienen cicatrices de amores que lastiman y destruyen. Hablar con él/ella, abrazar, pensar en cómo me gustaría besar en veces y otras veces sólo quisiera ignorar a todos aquellos con quienes me siento viva, con quienes yo soy sólo yo.

El correr del agua en el baño me recuerda a los cuidados de mi cuerpo para que dure más, por salud, por higiene y porque a veces no aguanto el olor de mis manos después de comer o mi reflejo en el espejo después de un día cansado.

Decido enojarme conmigo y empiezo a crear surcos detrás de mis ojos que luego empañan la visión de mí misma.

Si estoy frente al espejo, huyo. Pienso a veces que no soy yo, que soy otra, y pienso en las noches escuchando mi propia voz recitar poemas de Borges, mi propia voz interpretando a Hamlet en la soledad de una biblioteca.

Escuchar mi voz, ver mi imagen reflejada en espejo, dejar que el agua caliente recorra las heridas en mi cuerpo, cicatrizando en medio de ardores cuando los ruidos en la casa son los de afuera. Adentro a veces está hueco, inerte, con sombras haciéndose largas e ignorando la presencia que puede tatuar las paredes que destruyen para que ya no lo hagan, que permiten acompañar los sonidos de la ciudad con melodías alegres.

Cada día hay recuerdos y sueños, música y olores. A veces decido ignorarlos, otras veces los acepto como parte de mí, la que siempre es, a quien le saltan las venas gordas en las manos o en la frente, a quien le late el corazón más rápido cuando camina aprisa por las calles de colores, con basura en cada esquina y vagabundos que voltean la mirada, que levantan su tendido de cartoncito cuando el sol empieza a salir.

Siento mi cuerpo más grande de lo normal y veo como en túnel la habitación donde siento que no pertenezco, respiro el aroma de las flores que puse antier sobre la mesa y pienso que tal vez hoy nomás es hoy, sin más. La filosofía queda de lado cuando sólo estoy viendo los ladrillos de la pared y siento el teclado bajo mis dedos, haciendo lo que espero no me destruya.

En las mañanas tomo el té pretendiendo a veces estar en el porche de alguna casa desconocida, viendo las bugambilias al final de un jardín amplio y verde, con olor a rocío de la madrugada y tal vez escuchando algún riachuelo cercano. Las galletas con las que acostumbro acompañar mi bebida mañanera matan el sueño del jardín y el olor al rocío con los insectos cantándole a la salida del sol. Son como una píldora para que la oquedad crezca adentro de mis vísceras y en mis ojos cuando veo a la otra en los reflejos de las ventanas de los carros.

Con los lamentos de mi espalda a veces pierdo la esperanza en ganarme el brillo en los ojos y la liberación de los cuerpos con los que cargo todos los días cuando recuerdo a alguien y no le llamo, cuando recibo un correo y jamás contesto.

Confirmo mi no existencia dentro de las paredes que me resguardan, con las paredes que me destruyen.

Confirmo mi no existencia con los pendientes nunca cumplidos y las promesas rotas, con las galletas mañaneras, pero sobre todo, con la otra que está también en el espejo y que deja que las heridas no cicatricen, que las marcas en las manos sigan vivas y no terminen, que evita el agua caliente, los tatuajes y los sueños.

Confirmo mi no existencia cuando dejo en blanco las hojas que pertenecerían a las ideas en mi falso vacío interno.

 

(Escrito para los Fuegos Fatuos el 27 de enero de 2009)