Olor a café

La temperatura de la pared era inusualmente tibia. Los dedos sentían la misma textura lisa en las yemas, o mejor dicho, en el cerebro, donde las sensaciones toman lugar entre las neuronas. Los impulsos eléctricos hacían juego con unas memorias que se sentían tan vivas como el presente. Recargado en la pared del supermercado, esperaba la hora de apertura. Prefería ir lo más temprano posible, aprovechar su insomnio y adquirir lo que necesitaba para su supervivencia.  En su acostumbrada rutina, caminó primero por los pasillos mientras arrojaba las mismas latas en el carrito que empujaba. El polvo acumulado en los estantes se agregaba a la suciedad que ya tenía debajo de sus uñas semi largas.  Su visión estaba enfocada en lo que necesitaba, en lo que debía tener en su cocina. Contaba los productos por pasillo, le molestaba que las etiquetas de precios no correspondieran con los productos exhibidos, pero trataba de dejar pasar esos detalles. Además, ese día se sentía particularmente más tolerante que otros. Ejemplo de ello fue que las latas de frijoles estaban en oferta y no se encontraban en su lugar habitual. Las encontró en el medio de un pasillo y aunque estuvieran fuera de su lugar habitual, tomó 3 y las puso en el carrito. También de oferta estaban los granos de café que siempre evitaba. A tres pasos de las latas de frijol se quedó parado mirando las bolsas que anunciaban mejor aroma y calidad de café a mejor precio. ¿quieres café? Había música de Beethoven en su mente.  Un golpe en el brazo lo hizo consciente de su alrededor de nuevo. Alcanzó a ver pasar un niño corriendo que a pocos metros llegó con un cereal al carrito de super donde su papá lo esperaba.  Un poco entre el olor y la visión periférica del café, seguía parado y observaba la escena del señor gritándole al niño mientras sacudía el cereal frente a su cara. No alcanzaba a distinguir las palabras, pero el tono y el volumen le invadía hasta el último vello de su cuerpo. Parecía empezar a transpirar más de lo común y su respiración se aceleró. Todos sus sentidos inhibían los rastros de pensamientos que había tenido, la voz que le ofrecía café y la música que siempre le provocaba una descarga alta de endorfinas, haciéndole sentir inmensamente satisfecho y poderoso. Una empleada se detuvo a preguntarle si estaba bien o si podía ayudarle en algo. Aprovechó para caminar en línea recta, pasando muy cerca de la escena del padre gritando y el niño llorando, sosteniendo el enojo en su garganta y sus puños. Hacía mucho que no tenía tanto control sobre sí mismo. Llegó a la caja y pagó lo que tenía en el carrito. Puso las cosas en bolsas y las llevó a su carro lo más rápido que pudo. Su corazón se aceleraba cada vez más y su ropa estaba ya mojada de tanto sudor. Estaba llamando la atención de las pocas personas que estaban en el supermercado en domingo a las 7 y media de la mañana. Con movimientos torpes sacó un cuchillo provisional que guardaba en la guantera del carro y corrió a la salida del lugar. Junto a la puerta había una máquina de bebidas frente a la cual se detuvo. Pretendía estar indeciso con respecto a qué tomar, mientras veía a padre e hijo salir. Se acercó pidiendo el cambio de una moneda por dos menores. El hombre lo rechazó, pero él insistía, siguiéndolo cuando cruzaba la calle y casi llegaba a la camioneta que el hombre había estacionado. El niño se adelantó a la puerta de la cajuela, esperando a que su padre terminara de insultar al señor que quería intercambiar monedas. Le parecía que el señor no escuchaba los insultos pues lo seguía y continuaba pidiéndole lo mismo. Su padre se detuvo y aventó hacia la camioneta, el carrito lleno de las bolsas de comida. Exasperado, tomó aire para continuar con insultos y se preparó para darle un golpe cuando sintió un chorro de agua caliente en su pecho y la boca se le llenó de un fluido sabor metálico. El hombre caminó rápidamente a su carro y el niño lo siguió con la mirada, sin entender lo que estaba pasando. Volteó en espera de su padre, pero estaba en el piso, un charco de sangre le mojaba la ropa. El niño tapó su boca y gritó por ayuda. Su padre volteó a verlo con los ojos cristalinos, llenos de lágrimas.

Ya no lo molestará de nuevo… El calor en el cuerpo desapareció, el ritmo cardiaco volvió a la normalidad y el sentimiento de plenitud y placer le consumió en una sonrisa. La música de Beethoven tocaba en el fondo de sus pensamientos mientras alguien le susurraba acerca del acto altruista que había cometido.

 

(Escrito para los Fuegos Fatuos el 29 de agosto de 2009)